Hay noches en que el mar no rompe,
sólo respira.
No pide ser mirado,
ni tocado,
ni siquiera nombrado.
Solo quiere estar.
Como el alma cuando se sienta en silencio
y deja de pelear.

El mar me habla cuando no hablo.
Me busca cuando no lo espero.
Y me nombra sin sonido,
sin idioma,
sin urgencia.
Como si supiera que yo también
he sido agua alguna vez.

No necesito meter los pies en la orilla
para saber que me recuerda.
El vaivén de su vientre
late igual que el mío
cuando todo se detiene
y, aún así, el mundo sigue.

He caminado a su lado tantas veces,
sin decirle nada.
Y aún así me reconoce.
Me mira como se mira a un igual:
con ternura,
con respeto,
con memoria.

Porque el mar no olvida.
Sabe cuántas veces me he roto por dentro
y me he rearmado con la sal de mis propias lágrimas.
Sabe que a veces me hundo para encontrarme.
Y que otras floto sin querer volver.

Cuando nadie escucha,
el mar susurra.
Y quien se atreve a escucharlo,
recuerda de dónde viene,
a dónde va,
y que no está solo.

Nunca lo estuvo.

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