A veces no necesito mar,
me basta el cuerpo.
Porque cuando el alma se moja,
la piel recuerda.

No me interesa escribir sobre el agua,
quiero escribir desde ella.
Desde esa corriente interna que a veces me lleva
a lugares que no existen en los mapas,
pero sí en mis costillas.

Hay palabras que no son palabras.
Son gotas.
Gotas que caen en el centro del pecho
y abren algo.

Sal,
no como sabor,
sino como memoria.
Esa memoria antigua
que me recorre cada vez que escribo
desde la orilla de lo que no sé.

¿Y si la tinta fuera salina?
¿Y si cada verso que escribo
no viniera de mí,
sino de algo más vasto, más líquido,
más océano que humano?

Cada vez que cierro los ojos
y escribo sin pensar,
una ola me dicta.
No siempre entiendo lo que me dice,
pero siempre me sana.

Porque el mar no necesita comprensión,
sólo entrega.
Y escribir, a veces,
es hundirse un poco.
Y dejar que la corriente haga su trabajo.

Estos versos no buscan ser leídos.
Buscan ser sentidos.
Como el agua fría en los tobillos.
Como una ola que te toca sin permiso,
pero con propósito.

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